En la superficie, “Perfect Day” de Lou Reed parece una simple y delicada canción de amor: un paseo por el parque, una película, una tarde compartida. Pero como ocurre con tantas obras nacidas en el corazón de Nueva York, lo que parece evidente encierra un abismo. Bajo su tono melancólico y su instrumentación casi cinematográfica, la canción es una meditación profunda sobre el yo, la ausencia, la ciudad, y la idea —tan neoyorquina— de que se puede estar completamente solo y, sin embargo, sentirlo todo.
Lou Reed, figura fundamental del arte y la escena neoyorquina, escribió “Perfect Day” en 1972, una época marcada por el desencanto urbano, la desilusión política y el auge de las drogas duras. Sin embargo, la canción no es ni un himno al amor romántico ni una elegía a la adicción, como se ha sugerido tantas veces. Es, más bien, un soliloquio. Un “I celebrate myself, and sing myself”, como escribiría Walt Whitman en Leaves of Grass. Lou Reed, en esta pieza breve e infinita, camina por Central Park como el flâneur solitario que ha aprendido a abrazar su propia compañía en medio de una ciudad impersonal y desbordante. Nueva York es la gran otra: no la amada, sino el escenario que refleja al yo.

“Just a perfect day / You made me forget myself” canta Reed con voz contenida, y en esa aparente gratitud se percibe una ironía íntima. La persona a la que se dirige la canción —ese “You” omnipresente— no está del todo presente. Puede ser un amante que se ha ido, una figura idealizada, o incluso un reflejo de sí mismo. No es casual que en todo el texto haya una sensación de desdoblamiento. El yo que habla está dividido: ha olvidado quién es porque por un momento se ha fundido con la ciudad, con la tarde, con la belleza pasajera de lo cotidiano. No necesita compañía porque ha aprendido a habitarse.
A veces lo mismo siento cruzando Quinta Avenida, desde una esquina del Village, o desde Riverside mirando caer la tarde sobre el Hudson. Lo sentí también cruzando cada día el Ponte Vecchio en Firenze, solo, camino a la academia, rozando con cientos de personas y seguía solo. Fue precisamente en Firenze donde aprendí que estar solo es una oportunidad que poco nos damos y New York te la da, te disuelve suavemente en la ciudad —una ciudad que te sostiene sin hablarte. En la vasta tradición de poetas neoyorquinos, hay una lección que se repite con insistencia: en la multitud, uno puede encontrarse a sí mismo. Esa es la soledad que Lou Reed canta: una que no duele, una que acompaña. Una que te deja respirar.
“Oh such a perfect day / You just keep me hangin on” Reed celebra la ciudad no en su ruido, sino en su rareza: en la posibilidad de estar solo entre millones, en la belleza de un banco en el parque o un zoológico en decadencia. Es heredero de esa tradición poética neoyorquina que incluye no solo a Whitman, sino también a Hart Crane, Frank O’Hara y Edna St. Vincent Millay: poetas que encontraron en la ciudad tanto una madre como una amante, tanto un abismo como una superficie en la que proyectarse. La ciudad, en esta tradición, no ofrece refugio, pero sí un escenario donde actuar —y sobrevivir.
Sobrevivir es una palabra que, para mí, ya no es abstracta. Después de sobrevivir, uno mira todo distinto. Los días “perfectos” no son los que tienen compañía o certezas. Son esos en que el cuerpo responde, en que uno camina sin dolor, en que la ciudad no te devora. Son los días en que uno puede sentarse solo en un parque, escribir, mirar el mundo pasar, y saber —con calma— que, por ahora, sigue aquí. Como tantos otros poetas que vivieron y escribieron con la ciudad como único espejo.

En ese sentido, “Perfect Day” es también una canción de resistencia. Reed no está pidiendo amor; está afirmando su propia existencia. Está diciendo: sobreviví a esta ciudad, a este día, a mí mismo. El gesto de agradecimiento (“You’re going to reap just what you sow”) no es un canto al otro, sino un recordatorio: cada uno recoge lo que siembra, y él, en este caso, ha sembrado soledad, pero también belleza. La frase se repite como un mantra ambiguo, sin acusación, pero con advertencia. Hay una ética en el sobreviviente: no se idealiza al otro, no se mendiga afecto. Se canta porque se está vivo.
Es imposible no pensar en la dualidad permanente de Nueva York al escuchar esta canción: una ciudad donde se puede caminar durante horas sin hablar con nadie, donde se puede llorar en el metro sin que nadie mire, donde el parque es un oasis, un templo y también un espejo. Lou Reed entendió que la única forma de no perderse en ese laberinto era celebrar la presencia propia, sin pedir permiso. Su “Perfect Day” es, en última instancia, un poema al yo en estado puro: melancólico, afilado, resistente.
La canción es un selfie. Como si Lou Reed se hubiera tomado una Polaroid consigo mismo en una tarde de domingo y luego le hubiese puesto música. Como Whitman, no canta para ser escuchado, sino porque tiene que hacerlo. Porque si no lo hace, el ruido de la ciudad lo devorará. Porque un día perfecto en Nueva York no necesita compañía: solo el eco de quien se sabe solo —y aún canta así.
Discover more from Art Sôlido
Subscribe to get the latest posts sent to your email.
