
Mi primera vez corriendo en Parque Central.
O muy bien pudiera decir Central Park.
Noventa y dos grados Fahrenheit. Cuarenta y pico en Celsius.
Haber vivido menos de quince años bajo estos cielos te deja ciertas malas mañas.
Pequeños síntomas de pertenecer a este lugar.
Decir printear en vez de imprimir, medir el mundo en Fahrenheit, o creerse el protagonista del universo, como lo pintan las películas.
La verdad es que lo estaba postergando. Tenía un poco de gripe.
Eso, en otros tiempos, nunca me detuvo.
Pero hoy era la excusa perfecta.
Todas las primeras veces son así: no se planean.
Al menos las buenas. Las que se recuerdan no por cómo comienzan, sino por cómo terminan.
Mi nuevo cronograma me empujaba a hacerla hoy. Una primera vez más.
Habían sido tantas las veces en que intenté la arremetida contra mí mismo.
La batalla contra el yo en la caminadora.
Varias lunas atrás lo intenté y fallé. Repetidas veces.
Correr, en vez de liberarme, se había vuelto otra tarea.
Otra cosa que tachar.
Y eso que alguna vez fue una extensión de mi ser
el ritmo del pie en el pavimento, el galope rítmico, la danza íntima, agresiva del trote
se volvió un murmullo lejano.
El empuje desde adentro, muy adentro de la caja torácica,
el sudor en los antebrazos, ese antiguo reconocimiento del esfuerzo,
el viento que me abrazaba con cada envión hacia adelante,
los brazos como remos,
los muslos absorbiendo el golpe y devolviéndolo en impulso…
todo eso, que un día me otorgó conexión, ahora era una rutina borrosa.
Una actividad más que al final se volvió tediosa de siquiera pensar en hacer.
Uno le pierde el amor a las cosas que lo vieron florecer cuando, al volver a ellas, cuando repasas las baldosas de tu tiempo aquí te descubres desmontado, en el suelo, sin respuestas, como un niño intentando armarse con piezas rotas.
Pero con paciencia.
Y confianza en el tiempo,
ese sabelotodo silencioso,
uno se salva.
Hay un detalle, nada más:
tienes que empezar.
Lo dijo Dante, en su Divina Comedia:
“En el medio del camino de la vida,
me vi en una selva oscura,
porque la senda recta se había extraviado.”
Y entonces me pregunté:
¿Cómo saber cuál es el camino correcto?
Y me di cuenta que el camino correcto es el que generalmente está lleno de incertidumbres, el camino oscuro.
Porque el otro sendero, lo que había sido tan familiar, probablemente el único camino andado, había desaparecido
Aquello conocido.
Aquel sendero iluminado.
Ese que rara vez se ve como amenaza, precisamente por lo cómodo que resulta.
Hoy me aleja de lo que creía destino.
De lo que apoyé, durante tanto tiempo, en eso que llamé “yo”.
Todo eso… se esfumó.
Y ahora, en este camino apenas insinuado,
en este pasadizo apenas visible entre la maleza,
es donde encontraré, quizá,
la contemplación oscura de la duda.
Y en las paredes invisibles de esta espesura
avanzaré.
A trote lento.
Pie izquierdo.
Pie derecho.
Porque el camino aparece,
justo cuando comienzas a caminar.

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Me hizo recordar a un poema de Antonio Machado que dice “Caminante no hay camino, se hace camino al andar.” Me encantó este artículo. 👏🏼👏🏼
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