Una crónica sobre el arte, el amor y la incomprensión cultural detrás del mito.

La historia oficial, repetida hasta el cansancio y sin mucha gracia, insiste en culpar a Yoko Ono por la separación de los Beatles. Pero quizás, si afinamos el oído y ajustamos el ángulo, descubrimos que la historia verdaderamente interesante es otra: no que Yoko haya destruido nada, sino que John Lennon —con su amor, su presencia, su intensidad— rompió Fluxus, ese movimiento libre y experimental que Yoko ya habitaba mucho antes de conocerlo.
Fluxus no fue un movimiento en el sentido tradicional. Fue un río subterráneo, una red de acciones, objetos, gestos, instrucciones, partituras para el azar. George Maciunas, su cartógrafo más obsesivo, lo fundó en Nueva York a comienzos de los años 60, pero Fluxus no le pertenecía. Fluía en los lofts del Downtown, en los conciertos de La Monte Young, en los manifiestos de George Brecht, en las risas de Nam June Paik, en las películas de Jonas Mekas, en el silencio de John Cage. Y también —y sobre todo— en las ideas brillantes, poéticas y radicales de Yoko Ono.

Antes de conocer a Lennon, Yoko ya era una figura central en el mundo del arte experimental. Ya había escrito Grapefruit (1964), ese libro inclasificable y poético compuesto por event scores —instrucciones abiertas que reemplazan al objeto artístico tradicional con gestos, acciones e ideas. Desde Cut Piece hasta Smoke Piece, desde “imagina que nieva entre tú y otra persona” hasta “come un sándwich de atún mientras piensas en mil soles”, su obra desbordaba imaginación, inteligencia y humanidad. Yoko no necesitó de Lennon para brillar. Él la encontró ya brillando.
Publicado en Tokio por su propio sello, Wunternaum Press, Grapefruit es hoy considerado un hito del arte conceptual. Como escribió el crítico David Bourdon:
“Grapefruit es uno de los monumentos del arte conceptual de los años 60. Tiene una dimensión lírica, poética, que la distingue de otros artistas conceptuales. Su enfoque solo fue aceptado cuando otros —como Kosuth o Weiner— hicieron prácticamente lo mismo y lo volvieron respetable y coleccionable.”

La segunda edición del libro, publicada en 1970 por Simon & Schuster en Nueva York y con una introducción de John Lennon (“Hi! My name is John Lennon. I’d like you to meet Yoko Ono…”), incorporó ochenta nuevas instrucciones, además de secciones de cine, danza y una colección final de escritos, incluyendo To the Wesleyan People. El libro no solo creció en contenido, sino en resonancia. Se convirtió en un archivo portátil de posibilidades poéticas y vitales.

Algunas de esas instrucciones son piezas maestras de condensación emocional:
CLOUD PIECE
Imagina que las nubes gotean.
Cava un agujero en tu jardín para ponerlas dentro.
PAINTING TO EXIST ONLY WHEN IT’S COPIED OR PHOTOGRAPHED
Deja que la gente copie o fotografíe tus pinturas.
Destruye el original.
SHOOT 100 PANES OF GLASS
Cuando alguien te haga mucho daño, alinea 100 paneles de vidrio en el campo y dispárales una bala.
Haz un mapa con las grietas de cada uno y envía un mapa al día durante 100 días a esa persona.
SNOW PIECE
Piensa que está nevando. Piensa que nieva todo el tiempo.
Cuando hables con alguien, imagina que cae nieve entre ustedes y sobre la persona.
Deja de hablar cuando creas que esa persona ya está cubierta de nieve.
Cada pieza es una cápsula de emoción, pensamiento o humor. No es arte para mirar, es arte para pensar. O mejor: para imaginar.

Pero Lennon no fue ajeno al arte ni al riesgo. Fue, probablemente, el Beatle más inquieto, el más sensible a los cambios culturales de su época. Yoko no lo absorbió: lo expandió. Él no le quitó protagonismo a Fluxus, pero su presencia —la de una figura mundialmente reconocida— alteró el equilibrio. Al entrar en esa esfera experimental, sin proponérselo, trasladó a Fluxus al ojo del huracán mediático. Lo que antes era íntimo y fugaz se volvió público, masivo, sujeto a titulares, distorsiones y simplificaciones.
¿Significa eso que Lennon rompió Fluxus? Tal vez sí —en el mismo sentido en que alguien rompe un hechizo al nombrarlo en voz alta. No por maldad ni por descuido, sino por amor y fascinación. Por querer formar parte. Por dejarse afectar. Y eso —si algo— habla bien de él.
Yoko, por su parte, no dejó de crear. Al contrario: Grapefruit siguió creciendo, su obra se multiplicó, sus piezas se volvieron aún más participativas, más abiertas, más generosas. Las acciones con Lennon —el Bed-In for Peace, los carteles de WAR IS OVER!, las películas, las canciones— fueron parte de ese mismo impulso poético y vital que ya la movía desde siempre. No fue una musa. Fue una creadora. Y Lennon lo entendió desde el principio.

Yoko Ono no fue una figura secundaria en la historia del arte del siglo XX. Fue —y es— una artista total: conceptualmente rigurosa, emocionalmente arriesgada, formalmente libre. Su trabajo no cabe en etiquetas ni cronologías. Tampoco necesita defensas. Solo atención.
Y John… John no destruyó nada. Solo cambió el rumbo de las cosas. Como hace todo gran artista cuando entra en contacto con otro.
Los Beatles se separaron. Fluxus se dispersó. Pero ninguno se fue. Siguen ahí, vivos en la memoria, en la obra, en la energía que dejaron encendida. Yoko también sigue. Con la misma claridad, con la misma imaginación, con el mismo mensaje simple y eterno:
la paz es posible si la imaginamos juntos.
—
Henry Ballate es artista, curador y escritor. Vive en Nueva York.
Este artículo forma parte de una serie de textos sobre artistas visionarios publicados por Art-Sólido.
Discover more from Art Sôlido
Subscribe to get the latest posts sent to your email.
