Los que ya no pueden caer.

Acá todos lloran.
Y me he dado cuenta de que
la desgracia colectiva se asemeja a una llave.
Y abre la misma puerta para todos.
Y, del otro lado,
una habitación.
No tiene muebles.
Ni ventanas.
Ni luz.
Ni paredes.
Es oscura.
Y no le encuentro el fin.
Pero podemos sentarnos y podemos destapar la caja de Pandora con un desconocido.
Acá, en esta habitación, todos lloran.
Y no se esconden.
Estación 125.
Entre las vísceras del vagón 1,
me rompo en llanto.
El avispero emocional estalla cuando el Hudson aparece,
y Central Harlem nos viste
trapo por trapo.
Como si Dios, cansado de los templos,
hubiera escondido su aliento en los trenes.
Aquí la gente llora.
En la ciudad de piedra caliza nadie mostraba la piel.
Aquí sí: lloramos sabiendo que alguien mira,
y no importa.
Porque uno sufre distinto cuando es visto.
Si quien te mira colecciona cicatrices más hondas,
se sienta a tu lado y escucha el sollozo sin preguntas.
Esos son los ángeles de esta habitación.
No tienen alas.
Tienen rodillas raspadas.
Y manos que tiemblan al sacar el MetroCard.
Y dientes apretados.
Y el corazón lleno de trenes que no llegaron.
Y aún así no te dejan morir.
Ellos y nosotros, los que llegamos, los que nos quedamos,
perdimos el derecho de correr, huir de la habitación y echarnos al río.
Solo queda el deber:
vivir, bordar un motivo entre las ruinas,
y velar por quien ha soltado
ese hilo delgado que nos mantiene de pie.
Y entonces te quieren levantar.
A golpes.
Con espaldarazos.
Con manos temblorosas y miradas que no pestañean.
Después de perder el derecho de echarse a morir,
quedas desnudo ante lo único que queda.
Lo primero que vino antes que tu nombre.
Y lo único evidente tatuado en la piel:
la voluntad de seguir respirando.
Aquí todos lloran.
Y cargan con su propia cruz.
Y yo me encuentro sentado en la habitación,
preguntándome: ¿Cómo arrastrar la cruz que me tocó si mis muñecas no sostienen ni mis hombros?
Aquí todos lloran.
Y saben cómo sufrir los embates del silencio.
No resisten por vanidad
o miedo a desaparecer,
sino porque, al mirarte resistir,
descubren que no están solos.
No aguantan por soberbia,
sino por ese otro que todavía no encuentra el paso,
por quién necesita saber que es posible.
Saber sufrir lo aprenden los que ya no pueden caer más.
La habitación cambia.
No deja de ser oscura,
ni recupera sus paredes.
Un hilo en el suelo.
Un banco improvisado con lo que queda del miedo.
Una voz que no es tuya, pero llora igual.
Y el Hudson, todavía ahí,
corriendo por debajo como una vena.
La habitación sigue siendo la misma,
pero ahora respira contigo.
No viene de Dios.
Ni de la esperanza.
Viene del que se sentó a tu lado.


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