Es con gran entusiasmo que Kendall Art Center abre sus puertas al Caribe el día de hoy; un Caribe que no ha estado ausente del todo en nuestras salas, puesto que la fragmentación como reflejo del mismo ya se ha presentado a través de la exponencia de Cuba y algunos maestros puntuales del área. Sin embargo, hasta la fecha, estos acercamientos no han sido más que gestos tangenciales en los que cada figura actuaba desde su individualidad. Resulta esta, entonces la primera ocasión en que sí descorremos los límites y tratamos de ahondar en la producción artística de tres de sus más importantes islas: Cuba, Puerto Rico y República Dominicana, las perlas del Caribe Hispano.

Caribe es un concepto llevado y traído, cuestionado y sin delimitaciones claras al final del camino: Caribe por los aborígenes pugnaces que le legaron su nombre, Caribe por las islas del Gran Kan, Caribe por el mar que tantos siglos de atisbamientos ha acogido, Caribe como “Frontera Imperial”, Caribe como “Cuenca Uteral”, Caribe… que “solo existe para económicos, políticos y académicos”. Tanto a donde mirar, tanto a donde voltear, pero en esencia: qué Caribe atisbamos hoy en nuestra muestra? Pues bien, como su nombre lo indica La isla que se repite, estaremos aquí reflejando un Caribe tras los ojos de Antonio Benítez Rojo. Es este un Caribe fragmentado, caótico, exfoliado por la “maquinaria de Colón”, titánico: un Caribe unido dentro del Caos que representa la falta de una identidad con ramas largas, la ausencia del sujeto que emigró en una canoa con la premura de llegar a tierra nueva, más fértil, no quemada, cargando solo consigo lo esencial, un sujeto que produce un arte que no es monumental en tamaño pero sí en contenido. Ese es el Caribe que miramos hoy: un Caribe diaspórico que cinco siglos de oleaje después sigue estando al borde de la barca, despojado de toda fanfarria y volteando la cabeza con nostalgia desde el litoral, embargado –¿cómo no?- por aquel sentimiento de lontananza agudo que describiera Lezama.

Es la idea nuestra, como anteriormente mencionábamos, presentar en las salas del centro a artistas de tres islas caribeñas: la Isla Primada, la Isla del Encanto y la Mayor de las Antillas; tres islas con un pasado común de colonización por poblamiento, con un idioma común y un mestizaje común, para analizar si esta confluencia también se hace evidente en los discursos artísticos contemporáneos, de la misma manera que se ha podido constatar en la relativamente corta historia del arte que contamos. Grandísimos nombres han nacido en este marco de representación, como Francisco Oller, Ramón Frade, Luis Desangles, Celeste Woss y Gil, Armando Menocal y Wifredo Lam, por solo citar algunos ejemplos puntuales. Todos ellos, tratando de discursar sobre sus problemáticas propias, las de su pedazo de tierra, terminaron conectados en esa imagen de isla que se repite una y otra vez.

Durante mis años como estudiante de Historia del Arte en La Universidad de La Habana, siempre manifesté gran interés por la asignatura Arte del Caribe, no solo porque el producto artístico que observaba me demostraba una filiación directa con su entorno político, económico y social, sino también porque este era, en principio, el arte que podía palparse con la mano, el que me circundaba, el que podía entender y explicar por mi propia experiencia de vida. Digamos que el autorreconocimiento me pudo desde el día cero que se me presentara el Arte Caribeño como un conjunto sistematizado de esfuerzos. Difícil tarea esa, encabezada por la Dra. Yolanda Wood, la de acoger en el curso cortante de tres semestres la variadísima proyección de algo que, al no ser un bloque de tierra compacta y firme, fronteriza, sino un manojo de islas flotando sobre un mar tibio, desdibujaba casi que intencionalmente las posibles resonancias de un pasado común, las posibles taxonomías delineantes para entender el dónde, el cuándo y el cómo atisbamos a lo que hoy somos, si es que somos, como un colectivo.

Frente a este escenario, resulta quizás dicotómico trazar un análisis del Caribe que representa nuestra matriz, desde afuera y más que nada desde Estados Unidos, país tan mezclado por cariño o antipatía a cada una de las Islas en cuestión. Sin embargo, llegado el punto, sabemos que la “cierta distancia” es en ocasiones necesaria, pertinente y sobretodo una herramienta lúcida para captar en su totalidad el concepto de isla. Esa noción de infinitud que nos pierde la mirada y que se vuelve afín a todos nosotros, los que nacimos con los pies en el mar y el aire salado en las mejillas. La isla representa a su vez un cerco y una salida, una posibilidad y un límite. No tener en cuenta esta relación binaria resulta, cuando menos, una aberración. No saber que el agua está ahí para fluir con ella, significa renunciar a la memoria de nuestros primeros pobladores, escalando las islas, y al hecho contundente de las tres carabelas de Colón, y los barcos negreros, fusionándose en nuestros ADNs. El Caribe es, resumido, una zona de afluencias, donde el agua representa el canal principal de entrada y salida para nuestra identidad. No desmerita entonces la distancia tomada, cuando el análisis se realiza desde perspectivas referenciales, perspectivas de autorreconocimiento, eslabones fundamentales en el proceso de territorialización de nuestro imaginario colectivo. Y es que el Caribe es un espacio de superposiciones – aun cuando en realidad no sepamos si es un área, un concepto o un sentir-, porque en cada uno de sus intentos de aprehensión va un poco la experiencia de cada ente que lo conforma, desde la misma fragmentación que cada uno de nosotros representa dentro de su todo. Cada hombre, como diría Virgilio -el nuestro- “va comiendo fragmentos de la Isla”. Y la isla, como diría Benítez Rojo, se repite una y otra vez lo mismo en Miami, Santo Domingo, La Habana, San juan o en un Suburbio de Bombay.

Esto de tomar distancia para poder comprendernos mejor, me recuerda un ejercicio que practiqué con mis alumnos durante el curso de Arte Caribeño, en la Facultad de Artes y Letras de la UH. En aquella ocasión pedí a los muchachos (ya hoy profesionales), que trataran de explicar qué significaba el Caribe para ellos, a través de una imagen, una canción, un poema… Aquella clase era su primer encuentro con el tema, así que yo estaba tratando de aprovechar sus mentes vírgenes para atisbar qué tan profundo el concepto Caribe permeaba su día a día. De todas las respuestas recibidas, la que guardo con más cariño en mi memoria resultó ser la de una estudiante que había fotografiado sus espejuelos. Ella como yo, necesitaba usar sus anteojos de manera permanente para poder realizar las actividades de la vida diaria. Aquella metáfora me encantó, esa adolescente de 19 años me enseñaba que el Caribe va en nosotros como un añadido, solo a través del cual podemos entender lo que nos circunda y reconocer quiénes somos, con todas las impurezas y defectos que portamos. Al mismo tiempo, la fotografía de los espejuelos separados, aislados, desde la distancia, dejaba entredicho la relación de amor-odio que nos hace querer alejarnos y al mismo tiempo necesitar, extrañar con fuerza aquello que sin quererlo nosotros, forma parte inalienable de lo que somos, nos describe y, a fin de cuentas, nos define.

Es, entonces, por este ímpetu de autorreferencialidad que cada sala de nuestra exposición navega indiferenciadamente por referentes del Caribe Hispano, sin hacer distinción por países o tendencias, para que cada uno de nosotros se halle retratado por las manos de un artista que puede o no ser coterráneo nuestro, sin los prejuicios que una patria chica puede implantarnos. Es esta, no quepa duda, una muestra para el espectador, donde la obra se utiliza como un recurso de referencialidad, que cada pieza valga como pretexto para leernos a nosotros mismos, para entender las confluencias, los afluentes y las litoralidades que cada obra encierra y transmite como una pequeña isla en sí misma. Títulos como Cemí, Mitos del Caribe, Emigrantes caribeños, Ilusión tropical, Isla de los muertos, La historia del tabaco, Hijos del agua, El mundo mágico y Chango, están presentes en este recorrido por la producción contemporánea del Caribe Hispano donde nacimos. Firmas que inundan, como José Bedia, Tony Capellán, Miguel Conesa-Osuna, Clara Ledesma, Edwin Maurás y Manuel Mendive mezclan en sus obras sonidos encrespados y lisos, fonéticas aruacas, españolas, africanas para llegar a una lengua común, ni olvidada ni muerta, capaz de llamarnos por nuestro nombre, cuando la mesa está servida y mamá espera que volvamos a casa.
Roxana M. Bermejo.
“The Repeating Island: Contemporary Art of the Caribbean”
Kendall Art Center
Noviembre 29, 2019 – Enero 31, 2020

Roxana M. Bermejo, La Habana, Cuba. Historiadora y crítico de arte. Licenciada en Historia del Arte por la Facultad de Artes y Letras de La Universidad de La Habana. En el presente se desempeña como Editora de revista académica de perfil independiente Art-Sôlido. Merecedora por su libro ‘‘Bitácora del sujeto ausente’’, del Primer Premio Novel Internacional de Poesía Universitaria “Cátedra Miguel Hernández” de la Universidad Miguel Hernández de Elche, Alicante (España, 2016). Participante en diversos eventos nacionales e internacionales, relacionados con la cultura caribeña y latinoamericana. Textos suyos de perfil investigativo han sido publicados en espacios como la revista y el Tabloide Artecubano, AMANO: Oficio & Diseño, FullFrame, Art OnCuba, y el portal digital cinematográfico Cuba Now.